DOMINGO DE PENTECOSTES
Y DE LA SANTISIMA TRINIDAD
(31 mayo 2015)
(Dt 4, 32-34. 39-40; Sal 32; Rom 8, 14-17; Mt 28, 16-20
Este domingo, como culminación de la
celebración de los misterios pascuales,
celebramos la solemnidad de Pentecostes y de la Santísima Trinidad. Es día de profesar la fe en el Dios revelado.
“Reconoce, pues, hoy y medita en tu
corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo
en la tierra; no hay otro” (Dt 4,39).
No creemos en un Dios
lejano, abstracto, proyección de nuestra necesidad religiosa. Hemos recibido el
Espíritu, que nos relaciona con un Dios personal, entrañable, amigo, hermano. “Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio
concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos;
herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rom 8,17).
El
privilegio de la fe nos debe suscitar el movimiento difusivo de anunciar la
verdad revelada: que el hombre ha sido creado por Dios, redimido por
Jesucristo, y sostenido y acompañado por el Espíritu. No estamos solos, Dios
nos habita; Jesús permanece con nosotros; su Espíritu se convierte en nuestro
acompañante interior. Es de justicia anunciar con alegría el Evangelio, la Buena Nueva. Jesús
nos envía: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo
lo que os he mandado” (Mt
28, 19).
Este
día coincide con el 31 de mayo, con la certeza del amor de Dios, que nos
inunda de alegría, porque no hay dimensión humana que no esté invitada a una
relación trascendente y amorosa, pues el Creador, por los méritos de
Jesucristo, nos ha hecho hijos y amigos suyos, hermanos y templos sagrados. Contemplando
a la Madre de
Dios coronada de gloria, sabemos que en ella se nos anticipa nuestro propio
destino.
Quizá, ante la
sublimidad del misterio divino, tan solo tenemos la experiencia de la fe, de
creer sin sentir, de creer sin ver, fiados de la Palabra , y consolados con
el testimonio de los santos.
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